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Que la Nación, se los demande

Reclamamos ser soberanos, alimentados y libres. Desde que la primera partícula creo la vida en la Tierra, el primer ser que surcó los bastos mares transitaba con total independencia, reposaba en los acantilados o los arrecifes turbulentos. La corriente dirigía su aleteo. Decidió tomar un respiro al salir de las profundidades; por sentido de supervivencia, evolucionó a un cuadrúpedo que inhalaba y exhalaba el oxígeno que circulaba por sus pulmones; ya podía pisar el césped rociado y la arena empapada por el oleaje del mar.

Fuimos mutando de pieles cual serpiente, hasta formar al ser perfecto que soportaría los cambios climáticos, las variaciones en los ecosistemas y las descargas solares. Nos reconocimos los rostros y decidimos fundirnos en colonias, pueblos, ciudadelas, Imperios o Estados. Poblamos los rincones más desolados y fundamos la residencia.

La malaria arribaba como ladrón por la noche, traía consigo al tirano y al usurpador. Aquel que no era el más apto para sobrevivir, era atado al yugo esclavizador. Los cielos quedaban repletos de miradas dislocadas y aterradas, rezaban al ave más próxima.

El pueblo indígena en los territorios mexicanos escuchaba los cantares de ancianos, pregonaban un pasado cuando eran transeúntes por sus Edén, antes del arribo español. Trescientos años fueron la artimaña por excelencia, saquearon las tumbas de Emperadores que reposaban en los olimpos. La leche y miel era privada, se la intercambiaban por vino rancio y pan sin levadura.

Pocos valientes se atrevieron a desconocer la corona española. Vendían sus almas al apostador más conveniente, la libertad misma. Con armas improvisadas, se lanzaron a una lucha bélica sin ganador clave. Aun así, los reflejos eran borrosos, se solicitaba una guía, un vereda trazada con estrellas. José María Morelos aceptó la batuta, tomó papel y tinta para ser el escriba iluminado. Redactaba los fundamentos básicos para una Nación libre, demandaba la permanencia de la Iglesia católica como solidaria y fuerza suprema. Los dioses indígenas caían al pagano, al inapropiado; Huitzilopochtli jamás prometería otra águila devorando una serpiente.

La primera Carta Magna del Imperio mexicano fue la soltura y el comandante supremo que analizaba los alaridos de lamento, para esculpirlos hasta que resplandecieran como el oro. “Sentimientos de la Nación” fue Alfa y Omega; tiempo y futuro; sueño y realidad, la utopía mesiánica. La pólvora cubrió los campos de batalla, la sangre era neblina densa, las manos negras y sórdidas.

Nos compartieron una probada de la libertad. Los españoles fueron echados como perros callejeros. México miraba al horizonte; todo era más lívido, más bello, más divino. Falta un largo tramo, somos transitorios; los estatus cambian y las castas se derrumban. Puede ser distinguido el nacido de la plore al regordete burgués. Dimos la primera estocada, ceñimos las espadas por una temporada, ahora nos queda conferir más sentimientos que la Nación demande.


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